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Georges Lemaître |
Hagamos un poco de historia.
En diversos lugares del cielo,
pero especialmente en la constelación de Cefeo, donde se descubrió la primera,
existen estrellas cuya intensidad luminosa varía regularmente y que por ello se
llaman cefeidas variables. En 1908, la
astrónoma estadounidense Henrietta Swan Leavitt descubrió que el período de
variación de estas estrellas está ligado con su luminosidad real. Cuanto mayor
es ésta, más largo es el período. Por lo tanto, midiendo el periodo, se puede
deducir su luminosidad real.
En 1913, el astrónomo
estadounidense Vesto Melvin Slipher obtuvo el espectro de la entonces llamada nebulosa de Andrómeda (la galaxia gigante más
próxima a la nuestra) y descubrió un corrimiento hacia el azul que indicaba
(según el efecto Doppler) que la nebulosa se mueve hacia nosotros con una
velocidad de unos 300 kilómetros por segundo, mucho mayor de lo que se esperaba.
Slipher estudió entonces la luz de otras nebulosas espirales e hizo el
inesperado descubrimiento de que la mayor parte de ellas, al revés que la de
Andrómeda, presentan corrimientos hacia el rojo, es decir, se alejan del
sistema solar con enorme rapidez, pues encontró velocidades de más de 1000
kilómetros por segundo.
En 1919, el astrónomo
estadounidense Edwin Powell Hubble utilizó el telescopio de Monte Wilson para
fotografiar varias nebulosas espirales, entre ellas la de Andrómeda, y demostró
que, en realidad, no eran nebulosas, como se creía, sino gigantescas
agrupaciones de estrellas. A partir de entonces ya no se les
llamó nebulosas, sino galaxias, en honor de nuestra Vía Láctea, que también
pertenece a la clase de las galaxias espirales. Galactos, en griego,
significa leche.