Los agujeros negros son unos
objetos muy raros. Son acumulaciones de materia enormemente compacta, que
ejerce una gravedad tan grande, que a menos de cierta distancia (el horizonte de sucesos) nada puede escapar de su
atracción, ni siquiera la luz. De ahí su nombre.
La existencia de los agujeros negros había sido predicha en el siglo XVIII por el geólogo inglés John Michell y por el astrónomo francés Laplace. Por entonces nadie hizo demasiado caso, pero a partir de 1915, cuando Einstein formuló la teoría de la Relatividad General, el interés por estos objetos misteriosos creció. Pronto se llegó a la conclusión de que, cuando una estrella de gran masa agotara la posibilidad de producir reacciones nucleares de fusión, ninguna fuerza de la naturaleza sería capaz de vencer la atracción de la gravedad de la materia resultante, por lo que se produciría un agujero negro. Pero durante mucho tiempo se dudó de su existencia real, porque la teoría parecía predecir que la materia situada en el interior de un agujero negro ocuparía un volumen nulo y por tanto tendría una densidad infinita. Como los físicos suelen sospechar que el infinito es un concepto matemático que no se puede alcanzar en la vida real, sólo se veían dos posibilidades: o bien los agujeros negros no existen, o bien habría que modificar la teoría de Einstein para que no alcancen una densidad infinita.