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Lord Kelvin |
En
un
artículo anterior en este blog hablé del
mito de la Ilustración, que dio
lugar a la teoría del progreso indefinido y a la previsión de avances enormes para
la humanidad, que estarían a su alcance en un futuro no demasiado lejano. A
pesar de que la primera mitad del siglo XVIII supuso un freno en casi todas las
actividades culturales de nuestra civilización, incluida la ciencia, ellos
estaban encantados de haberse conocido. Friedrich Melchior, barón von Grimm
(1723-1807), lo expresó con inigualable candor, con estas palabras [1]:
El siglo XVIII
ha superado a todos los demás en los elogios que se ha prodigado a sí mismo.
Una de las ideas que se puso en boga por entonces fue la de que los
avances científicos permitirían al hombre alcanzar la inmortalidad en breve
plazo. Aunque la idea se remonta a Roger Bacon como algo posible, aunque muy
lejano, a finales del siglo XVIII parecía mucho más cerca. De ahí la anécdota
que se cuenta de la octogenaria mariscala de Villeroi, que al asistir al
ascenso del profesor Charles en un globo de hidrógeno, exclamó:
Si, es cierto; descubrirán
el secreto de no morir ¡cuando yo
ya esté muerta!
Las ideas optimistas del siglo XVIII dieron un vuelco impresionante en el
XIX, en el que pasó a dominar una visión más pesimista del futuro de la
humanidad, que se basó principalmente en dos descubrimientos: