Este libro, publicado por Editorial Tecnos y dirigido por Juan Arana, resume algunos de los logros científicos, pero sobre todo intenta describir la forma de pensar, las ideas y convicciones éticas, religiosas, filosóficas y políticas de cierto número de los mejores científicos del siglo XIX. Esta es la lista de los 32 científicos seleccionados, por orden alfabético de apellidos:
André-Marie Ampère |
Charles Babbage |
Claude Bernard |
Ludwig Boltzmann |
Georg Cantor |
Sadi Carnot |
Augustin Cauchy |
Jean-Martin
Charcot |
Georges Cuvier |
John Dalton |
Charles Darwin |
Hans Driesch |
Emil Du Bois-Reymond |
Pierre Duhem |
Michael Faraday |
Joseph Fourier |
Carl F. Gauss |
Josiah Willard
Gibbs |
Ernst Haeckel |
Hermann von Helmholtz |
Lord Kelvin |
Chevalier de
Lamarck |
Pierre Laplace |
Ernst Mach |
James C. Maxwell |
Gregor Mendel |
Louis Pasteur |
Philippe Pinel |
Henri Poincaré |
Bernhard Riemann |
Torres Quevedo |
Alessandro Volta |
Entre estos 32 científicos hay trece franceses, siete alemanes, seis británicos, tres del Imperio Austro-Húngaro, un español, un estadounidense, un italiano y un ruso. En total, 33, uno más que los 32 nombres seleccionados, porque uno de ellos (Georg Cantor) tuvo dos nacionalidades: nació en Rusia y se nacionalizó alemán.
Los 27
autores de los artículos fuimos los siguientes (también por orden alfabético de
apellidos):
Rafael Alemañ, Manuel Alfonseca, Salvador Anaya, Juan Arana, Ignacio del Carril, José Manuel Elena, Esteban Fernández-Hinojosa, José Ferreirós, Gonzalo Génova, Karim Gherab, Rubén Herce, Martín López Corredoira, Juan Meléndez Sánchez, Javier Ordóñez, Andrés Ortigosa, Juan J. Padial, Miguel Palomo, María de Paz, Moisés Pérez Marcos, Ana Rioja, Francisco Rodríguez Valls, Javier Sánchez Cañizares, Francisco José Soler Gil, Pedro Jesús Teruel, Héctor Velázquez, José Domingo Vilaplana e Ignacio del Villar
El párrafo
siguiente procede de la introducción al libro, escrita por su director, Juan
Arana:
La
ciencia decimonónica resulta más fresca y esperanzada que la del veinte. La
gente creía entonces que el saber positivo solo iba a producir beneficios: los
del conocimiento en primer lugar; los de sus aplicaciones prácticas en segundo;
pero también aportaría perfeccionamientos de orden moral: haría al hombre —además
de sabio y poderoso— más responsable, menos injusto, mejor en definitiva. Por
consiguiente, nuestros abuelos (llamando así a quienes vivieron doscientos años
atrás) habían depositado sus mejores esperanzas en la ciencia. Quienes vinieron
después empezaron a desconfiar de ella, cuando no tuvieron una percepción
completamente opuesta. Pero a aquellas alturas hubieron de reconocer que —quisiéranlo
o no— en adelante sería imposible arrinconarla. Desde esa perspectiva, lo que
empezó siendo un anhelo, acabó transformado en condena. El destino de la
humanidad estaba y está unido para siempre a la ciencia. Puede incluso que
sucumba por su causa, pero en todo caso ya no podrá sobrevivir sin ella. El
deseo más ferviente del XIX era que la ciencia llegara a controlar nuestras
vidas; la tarea que ha dejado pendiente el XX es lograr que no se nos vaya de
las manos. El género humano ha descubierto que conviene volver por activa un verbo
que se había acostumbrado a conjugar en pasiva: no podemos resignarnos a ser
meras hechuras de una civilización tecnológica; debemos tratar por todos los
medios de recuperar el control. Está por ver si lo conseguiremos, pero en todo
caso no es algo que podamos dejar para más adelante.
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