Charles Darwin |
Desde que
Charles Darwin lo acuñó, incluyéndolo en el título de su famoso libro,
publicado en 1859, el término selección natural
ha sido muy mal comprendido, especialmente por los no especialistas. Vamos a
revisar aquí algunos de los equívocos más frecuentes.
- La selección natural es una fuerza que actúa
sobre los seres vivos para provocar la evolución. Esto no es cierto. La selección natural no
es una fuerza, ni un objeto, ni una interacción, ni un fenómeno. Es,
simplemente, una constatación estadística. Observamos que, en general, los
individuos mejor adaptados a su medio ambiente suelen dejar más descendientes
que los menos adaptados. Nada más. Es, por tanto, una cuestión de sentido
común, no el resultado de la acción externa de una fuerza misteriosa.
- La selección natural dirige la evolución para que recorra caminos progresivos que
llevan, por ejemplo, hacia el dedo único de los caballos, la trompa del
elefante, el cuello de la jirafa o el cerebro del hombre. Este equívoco
estuvo muy extendido durante la segunda mitad del siglo XIX, pero no es
cierto. La selección natural (que es una constatación estadística,
recuerden) no dirige la evolución. La selección artificial (en la que se
apoyó Darwin para llegar al concepto de la selección natural) tampoco
dirige la evolución de nuestros animales y plantas domesticados. Quien
dirige esta evolución es el hombre, que utiliza la selección artificial
como procedimiento de actuación.
- La selección natural favorece la supervivencia
de las especies de los seres vivos. Esto tampoco es cierto. La selección natural no
se aplica a las especies, sino a los individuos. Veamos cómo lo expresa el
biólogo Jonathan Silvertown en su libro The
Long and the Short of It: The Science of Lifespan and Aging:
[L]a selección
natural no actúa para el bien de la especie, sino sobre los individuos,
favoreciendo a aquellos cuyos rasgos heredados les hacen dejar el mayor número de
descendientes. La selección natural que favorece ventajas individuales triunfa siempre
sobre cualquier alternativa que implique un sacrificio por el bien de la
especie. Para ver por qué es así, imaginemos una población en la que los
individuos viejos se sacrifican… por el bien de la especie. Tarde o temprano
aparecería un mutante con el gen del autosacrificio defectuoso. Si este mutante
vive más tiempo, dejará más descendencia que cualquier individuo altruista, y
en pocas generaciones el autosacrificio pasaría de moda.
¿De dónde
procede entonces el altruismo?
Porque este existe, especialmente en las especies sociales, que abundan entre
los insectos, las aves y los mamíferos. En un
artículo anterior hablé de las teorías que intentan explicar el altruismo
de los insectos himenópteros sin renunciar a la idea de que, si un carácter ha aparecido
y ha sido seleccionado, tiene que ser útil para asegurar la reproducción del
genoma de los individuos que forman la colonia, que funciona como un organismo de
orden superior. En cualquier caso, como señala Silvertown, esto no tiene nada que
ver con la conservación o el bien de la especie.
El caso
del hombre es completamente diferente. Al principio, el altruismo pudo
favorecer la supervivencia del genoma de las familias extendidas que componían
las tribus primitivas. Pero a medida que crecía el tamaño de las sociedades
humanas, el altruismo se expandió gracias a la intervención de un elemento que no
existía antes de la aparición del hombre: la exigencia ética, que puede expresarse
con la regla de oro: No hagas a los demás lo que
no quieras que te hagan a ti; haz a los demás lo que quisieras que te hicieran
a ti.
A los
demás; a todos los seres humanos. Si se quiere, a la especie
humana, e incluso se puede extender esta exigencia para que abarque a otras
especies de seres vivos. Pero se trata de una idea totalmente nueva, propia
exclusivamente del hombre. A lo largo de la historia de la evolución, ningún ser
vivo, microorganismo, animal o vegetal, se ha planteado nunca el objetivo de la
supervivencia de su especie. Ni explícitamente, porque ni siquiera tienen el
concepto de la especie; ni implícitamente, porque la selección natural no
favorece la supervivencia de la especie, sino la del genoma de ciertos
individuos, aunque sea en detrimento de otros que pertenecen a la misma especie.
Hilo: Evolución Anterior Siguiente
Manuel Alfonseca
Lo de la selección natural no está nada claro. Para demostrarla habría que estudiar, por ejemplo, una población de conejos: determinar de antemano cuales son los individuos más aptos y verificar al cabo de un tiempo que esos son efectivamente los que han sobrevivido para reproducirse. De lo contrario tenemos un argumento circular: se considera que los supervivientes eran los más aptos precisamente por eso. Se podría enunciar la ley como "la supervivencia de los más supervivientes".
ResponderEliminarSe perdió un mensaje de Alfonso que decía:
ResponderEliminar"Clarísima exposición. Gracias"